Descuentos especiales en poesía hoy
Relatos vivos
sin licencia poética
15-M
Esta historia empieza y acaba en la Puerta del Sol. Los protagonistas no son importantes, si no el momento que vivieron; y sus consecuencias.
Ya no recuerdo cómo, ni quién propuso encontrarse, solo que en algún momento caminábamos juntos. Supongo que por aquel entonces aún no podíamos evitar buscarnos. Tampoco recuerdo si nos saludamos o simplemente empezamos a andar el uno al lado del otro.
Sí recuerdo que hacía calor, más calor del habitual en esas fechas, y que las calles -durante tantos años desiertas- estaban llenas. Sol era un hervidero de letras e imágenes, de eslóganes y proclamas que se podían leer en carteles, pancartas, escaparates, tiendas de campaña, cartones o sábanas. Una olla a presión de emociones convertidas en gritos, el contenedor de toda la indignación compartida por todos y cada uno de los que allí nos dimos cita.
De ese día recuerdo sobre todo los mensajes inundándolo todo, manifestando por activa y por pasiva ese sentimiento colectivo que nos había invadido, exteriorizando el basta ya unánime de una generación que se sentía engañada.
Compartimos indignación, nos quejamos, gritamos, y en la frustración de saberse parte de un sistema injusto, afloró la esperanza de que algo podría cambiar.
Contagiados por la ilusión, con la alegría de quién no se sabe el único que quiere, que cree, que un mundo mejor es posible, cambiamos nuestros planes -tu cena, la mía- y nos fuimos a bebernos Madrid. Hablamos sin parar, bailamos y nos dimos todos los besos que nos debíamos.
Recorrimos buena parte de Malasaña y acabamos cerca de donde nos encontramos, en un bar infame solo apto para turistas en el que decidiste tirarte un café. No pude evitar reírme; no nos quedaba dinero y tú tratabas de limpiarte torpemente mientras te quejabas de tu suerte. Amanecía, y yo te miré por última vez antes de darme la vuelta y cruzar la Puerta del Sol sorteando las tiendas.
Aquel quince de mayo en el que nos sentimos en la obligación de quejarnos, aquella tarde en la que firmamos una tregua y pasamos de la indignación a la ilusión, no éramos conscientes del cambio que empezaba a fraguarse ante nuestros ojos. Ni de que volveríamos a vernos.
M-30
Empezaba a amanecer y los árboles de la Casa de Campo iban cambiando de color con los primeros rayos de luz. Mientras, las farolas parpadeaban y yo me entretenía contando cómo se extinguían ante mis ojos.
...1…2…3…4…5…6…7…
O al menos eso hacía hasta que mis ojos se fueron a posar en dos pájaros que dormían sobre una de ellas. 1 ... 2… Me ajusté las gafas y volví a mirar, pero lo único que hice fue corroborar que apenas unas farolas por delante -por encima, realmente- un par de gorriones dormían a pata suelta.
Menudo par de elementos -pensé-, y si hubiese sido Sabina les habría escrito una canción,* pero como no lo soy no pude por menos que sonreír ante esos pájaros de ciudad que preferían las farolas y el arrullo de la M-30 que otro árbol dentro de las 1.700 Hectáreas de campo que se extendían apenas unos metros al Oeste, y acabé riéndome al pensar hasta qué punto la locura estaría llegando al mundo animal.
Tal vez fue la risa que inundó el coche, o tal vez fue la luz, o la velocidad a la que se movía todo a mi alrededor, o la armonía de los colores que iban emergiendo, o la temperatura del aire, o el olor que flotaba en el ambiente, o simplemente el conjunto que formaban todos y cada uno de los elementos que me rodeaban, pero de repente todo me pareció tan deliciosamente bello que deseé que el tiempo muriera. Hubiera vendido mi alma al mismísimo Satanás por no tener que renunciar a la indescriptible calma que me invadió, por haber conservado ese momento en el que todo fue delicado; perfecto.
De vuelta a casa todo seguía siendo bello; hasta las dos torres de alta tensión, que se dibujaban sobre el horizonte poniendo una nota gris al incendiario atardecer. Para cuando llegué lo tenía claro; después de tanto tiempo, uno sabe que no termina de encajar y que necesita decidir cómo vivir, de una manera más acorde a lo que se desea en vez de a lo que se le impone.
Además, ya tenía un plan, y sabía quién podía ayudarme. Sólo tenía que conseguir que me dijera que sí, motivo por el que le propuse el siguiente trato: “te prometo que estudiaré y aprenderé todo lo que me enseñes. Que me esforzaré en pronunciar con corrección, memorizaré los tiempos verbales y pondré todas las eses que inconscientemente elimino, pero a cambio, tú sólo me enseñarás la mitad de lo que sabes. Aprenderé a hablar desconociendo como se dice que no, cual es la manera más común de quejarse o qué es lo más útil a la hora de mentir. No me enseñaras nunca nada con lo que pueda lastimar a nadie. Sólo me enseñaras palabras bonitas y alegres. A decir te quiero. A pedir perdón. A cantar sueños. A mostrar respeto con mis palabras. A acariciar ilusiones. A contar historias divertidas. A dar ánimos. A perdonar. Y a susurrar al oído. Sin trucos. Ese es el trato.”
Y después le hablé de pájaros que duermen en farolas arrullados por la M-30, y de colores, y de cómo a veces el tiempo se suspende en el reducido espacio de un pequeño coche y de cientos de cosas más. Necesitaba que me dijera que sí, porque tal vez así conseguiría salvar mi alma de una maldita vez, en vez de tenérsela que vender a Satanás cada viernes por unos minutos de paz.
Cartas
Cada cierto tiempo aparecen en mi buzón cartas para desconocidos; Antonio Sánchez, Julia Peña, Esteban Alonso...
Pienso entonces cuántas cartas a mi nombre habrán llegado al que antaño fue mi buzón, y qué suerte habrán corrido; si las ajenas manos a las que no se dirigen las habrán abierto presas de la curiosidad, si las devolvieron con una escueta nota al pie o si simplemente, acabarán rotas al lado de los restos de la última cena. Si esperan en una estafeta una segunda oportunidad antes de amarillear o si siguen dando vueltas, esperando llegar algún día a su destino.
Pienso entonces -espero, deseo- que quizá no muy lejos cartas a mi nombre lleguen a desconocidos que, como yo, las devuelvan generando un continuo deambular de palabras perdidas en busca de las manos adecuadas. Desconocidos que, como yo, alimenten el limbo de las cartas errantes, que contribuyan al particular purgatorio de mensajes que nunca llegaremos a recibir pero con los que nos cruzaremos cada día camino del trabajo.
Fantaseo con la idea de vivir rodeada de los mensajes que nunca recibí, y pienso que quizá -y sólo quizá- entre los puntos estrella, extractos bancarios, ofertas, avisos y demás parafernalia que algún inteligente sistema de analítica decidió que debía recibir, me perdí algún te quiero, o algún lo siento, o algún... Descarto pronto la idea.
Pienso entonces en Antonio Sánchez, Julia Peña, Esteban Alonso y en por qué recibo cartas a su nombre en el que ahora es mi buzón, y me entristezco.
Porque la gente que se quiere se cambia de casa, pero reciben las cartas en sus nuevas direcciones. Porque las cartas errantes cuentan historias de desamor.
Bisturí
Para Ignacio ser cirujano fue más una cuestión vital que de cualquier otra índole. Durante años, eliminó la huella que los excesos habían dejado en los cuerpos de sus adinerados clientes. Cortó papadas, desinfló nalgas, comprimió caderas y redujo abdómenes hasta hacerse un nombre en el selecto círculo de su profesión.
Tenía una habilidad especial para deshacerse de todo aquello que sobraba, hasta tal punto que el bisturí pareciera una mera prolongación de sus dedos. Fuera de los quirófanos siguió la misma lógica, y guiado por el instinto que guardaba en su interior desde que nació, fue extirpando de su vida todo aquello que consideró que le sobraba.
Con la misma precisión que su trabajo requería, fue acabando con los partidos de fútbol, los amigos del barrio, las visitas a casa de sus padres, la casa de La Elipa y los aperitivos del domingo. Fue entonces cuando -y siguiendo el protocolo- se extirpó el deseo de tener hijos y amputó de su vida a su mujer.
En su búsqueda de la perfección, no dudó ni por un instante en ir eliminando lo que quisiera que se pudiera interponer en su camino, hasta que llegó el día en el que ya nada le sobró.
Fue el día en el que cogió el bisturí por última vez; el día en el que se decidió a extirpar la última cosa que le incomodaba.
MDJ
Todo el mundo en el salón parecía estar pasándoselo francamente bien. Mientras tanto, yo no dejaba de preguntarme qué hacía en una fiesta en la que apenas conocía a dos personas. Para cuando me percaté del movimiento de los cuadros que fingía mirar, ya era demasiado tarde; se me había ido la mano con eso de gestionar lo de sentirse fuera de lugar, y empezaba a sentirme mareada.
Pensé que un poco de aire no me vendría mal, y prometiéndome que el vodka que sostenía mi mano izquierda sería el último, me dispuse a cruzar el salón buscando un poco de oxígeno. La terraza estaba tan llena de gente como la casa, pero hacía algo menos de calor. Busqué un sitio donde sentarme, pero no lo encontré; todas las sillas estaban ocupadas por gente que parecía pasárselo igual de bien que la que hacía apenas unos instantes había dejado dentro.
Cuando hube abandonado la idea de sentarme, busqué donde poder ubicarme. En uno de los extremos había un grupo de personas de pie que hablaba animadamente en torno a una mesa repleta de copas. Poco dispuesta como estaba a relacionarme con otras personas, decidí asomarme al vacío.
Fue entonces cuando te vi, apoyado sobre la balaustrada, la mirada perdida en las ventanas de los edificios al más puro estilo Hooper. La asociación duró poco; alguien decidió vaciar una piscina de plástico para tener más espacio y la imagen del agua inundando la terraza y cayendo a raudales por la fachada del edificio después de empaparme los pies -y parte de los pantalones- me hizo sentirme en una escena mitad Fellini, mitad Armendáriz.
Para cuando superé el momento, ya de por sí surrealista sin la elevada gradación etílica que llevaba a esas alturas de la noche, me consideraba toda una heroína; había conseguido cruzar la terraza sin caerme y sin apenas derramar el que creía sería mi último vodka.
No me acuerdo si nos habían presentado. Ni de si fumabas. Sólo me acuerdo de que estaba a tu izquierda y llevabas una pulsera de cuero negro, y de que parecías estar pasándotelo igual de bien que yo. Descuadrábamos. Ni siquiera íbamos de blanco, o quizá sí, tampoco me acuerdo, pero lo que sí recuerdo es que dejé de preguntarme que hacía yo allí para empezar a preguntarme que harías tú.
Me pregunté que harías allí, en ese ático sobre Alonso Martínez en el que todo el mundo parecía pasarselo en grande. Menos nosotros. Te dije algo, no me acuerdo el que, y comenzaste a hablar. Te escuchaba a ratos. Recuerdo que me hablaste de las escaleras de tu antiguo piso, de tu hermano, de como conociste a tu ex -tal de vez de cómo te enamoraste de ella- mientras vomitaba. Me hizo gracia. Que eras periodista, que te gustaba escribir, que estabas hasta los cojones de tu trabajo. También me hablaste de tu padre. Y de Bukowsky.
Hablábamos sin mirarnos, al aire, sin quitarle ojo a las ventanas ni a ese movimiento continuo que es Madrid a ras de suelo. Para aquel entonces ya te escuchaba en corriente continua y me reía para mí; menudo par -pensé- probablemente al entender lo que nos llevaba a estar con una borrachera considerable hablando de nuestras miserias. Tan vulnerable como yo, mirando a la glorieta, renegando del mundo, jodido: otro romántico de mierda. Alguien gritó mi nombre y me pidió que preparara unas copas. Accedí y tú a ayudarme, probablemente deseoso de desaparecer para no tener que aparentar que te lo estabas pasando bien, y ya exiliados en la cocina seguimos hablando de literatura y de nuestras miserias mientras exprimíamos limones. Poco tiempo después abandonaba a duras penas la fiesta, de la que a día de hoy no recuerdo mucho más que tu figura apoyada sobre la balaustrada y los limones que exprimimos.
Desde entonces, he disfrutado con multitud de historias de antihéroes, de las que sí que me acuerdo. De las que tienes a bien escribir cuándo o cómo tú eres, o lo que es lo mismo, cuando te sale de los cojones. O del alma.
Es curioso que hoy, seis de mayo de 2029, me entere por los periódicos que te van a dar un premio. Por tu cuarta novela. Justo veinte años después de que nos conociéramos en aquel ático de Alonso Martínez.
Continuará...
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